Será que prevalece la modalidad conceptual de mediados
del siglo veinte como rémora que uno arrastra, pesadamente, entre estas ágiles
novedades de la nueva centuria. Pudiera ser también que este observador sea un
crítico consuetudinario, más allá de los tiempos. Pero existen eventos que los
congéneres festejan, y que forman inseparable parte de su calendario anual y
gregoriano. Estos acontecimientos rememoran situaciones muy caras al sentir
nacional, lugareño o universal, según el caso. Ahora bien, posiblemente la
estreches de las neuronas que esto dicta, no permita el ingreso a la
comprensión del porqué de la aparición de distintos protagonistas actualizando
el festejo de los antiguos sucesos. Igualmente injustificada es la aceptación
de nuevos y exógenos personajes estacionando su localidad en nuestra cochera.
Veamos que para recordar debidamente el nacimiento de
N.S. Jesucristo colgamos medias (calcetines), engalanamos un arbolito (pino,
excluyentemente, y no abeto) y aguardamos que en la noche del 24 de diciembre
descienda, ya no la gracia divina, sino un obeso ser híbrido abrigado por un
atavío rojo, quien lo hará hábilmente por el conducto de la chimenea del hogar.
No se preocupe, en caso de no poseer este adminículo en casa, el mítico
descendiente de un extinto gnomo nórdico <cuyo nombre no recuerdo, y tampoco
me importa>, encontrará la forma de colarse por alguna ventana.
El personaje en asuntos gusta portar una bolsa provista
de regalos para los niños. Nuestros niños, a quienes les estamos practicando un
lavado de tradiciones mediante el implante de una contaminante y vacua
extranjería.
Para una mejor efectividad en esta obra de
reprogramación, denominamos al tipo con el calificativo de “santo”, pero en
femenino, o lo enaltecemos con un íntimo “papá”.
Esto se continúa con el conceder presencia a una “noche
de brujas” de la que pocos conocen su procedencia, aunque todos la asuman
originaria de un país del norte de América, con representatividad,
precisamente, local. Circunstancia que obviamos en seguimiento de las
inquietudes mercantiles de algunos interesados en hacernos “celebrar” cualquier
cosa que involucre un cambio de radicación de nuestros billetes a sus
bolsillos.
Recientemente ha arribado a nuestras amplias costas
dispuestas a recibir “a todos los hombres del mundo que quieran habitar en el
suelo argentino” un santo europeo, en cuya particular conmemoración se realizan
abundantes libaciones alcohólicas. ¡Y ahí vamos nosotros! a beber
fraternalmente a su salud. En tanto aguardamos que los importadores de ajenos
mitos y leyendas nos continúen inundando con sus productos, en nuestra
inveterada costumbre de comprar cualquier cosa, tal lo ya ocurrido con los
chiches asiáticos.
Para los cristianos, la pascua de Resurrección conmemora
precisamente eso: La resurrección de N S Jesucristo. Para lo cual la alegoría
de los huevos de chocolate, escondidos u entregados <según los gustos>
por pícaros conejos, se me hace un tanto descabellada y evidentemente
irrespetuosa. No para su actor, quien, seguro, se encuentra más allá de las
presentes tonterías, pero sí para los creyentes en esta doctrina, que bien
deberían notar la desnaturalización de tan fundamental recordatorio; en lugar
de dejarse seducir por estas “tentaciones” de chocolate”.
El caso es que esta costumbre sí viene con su historia.
Los antiguos cristianos, tenían vedado en tiempos de cuaresma la ingesta de
alimentos cárneos, lácteos y también los huevos. Aparentemente almacenaban
estos últimos en espera del domingo de pascuas, oportunidad en la cual los
repartían entre el resto de su comunidad, la cual, deberíamos suponer, estaría
igualmente colmada de estos productos. Tiempo más tarde surgió la costumbre de
decorarlos, así como la figura del conejo, aunque lo apropiado hubiera sido una
gallina, con la función de esconderlos en los jardines para ser encontrados por
los niños.
Siendo evidente que el cacao es originario de América, la
“creación” de los huevos de chocolate es relativamente moderna en relación al
origen del acontecimiento en asuntos. Resulta, y ahí vamos de nuevo, que esta
es una usanza sajona que nos llega, una vez más, desde el norte.
Lo lamentable, tanto para este caso como para el de la
natividad, es que las figuras sin importancia posteriormente surgidas, han
devenido en representaciones centrales de las celebraciones, desplazando en la práctica
de las mismas a Quien les hubo dado origen.
Respetuosamente, sugiero que nos dejemos de todo tipo y
forma de “huevadas”. Mandemos de vuelta a casa al gordo abrigado, a las brujas,
al santo del alcohol y a los conejos que esconden huevos de chocolate,
rescatando nuestras propias raíces e instruyéndonos sobre el significado de
“cada feriado”.
Filemón Solo
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