Disponer del espacio de vida como para efectuar un
acto determinado, en forma alguna significa tener el tiempo para hacerlo.
Ese segmento dimensional al que denominamos tiempo, es
como un tren que pasa delante de nuestros ojos. Siendo sus ventanillas los
cuadros de los sucesos de nuestra vida, estos llevan siempre una misma
dirección, de izquierda a derecha, sentido en que corre el expreso de nuestras
experiencias. Cada imagen corresponde a un presente que transita siempre por el
punto en que nos encontramos.
No nos es
posible observar que contienen las ventanillas que aún no han llegado, aunque a
veces percibimos que el convoy está por concluir su marcha.
En cambio,
sí, conservamos cierto archivo sobre las que ya han pasado por nuestro sitio.
Dada la
velocidad relativa con la que nos es mostrado cada acontecimiento, y teniendo
en cuenta la precariedad del instrumental con que contamos para su observación
y posterior análisis, la apreciación de los sucesos es solo referencial y
altamente subjetiva.
Dentro de la
ilusión de que existe un tiempo, esta contenido el concepto de que somos
nosotros quienes viajamos en ese expreso observando desde dentro del mismo lo
que ocurre en el exterior, y que cada individuo es poseedor de su propio vagón
con un panorama esencialmente distinto al de los otros pasajeros. Sin notar que
nos encontramos alineados como puntos de una recta viendo el paso del mismo
espectáculo, cuya proyección difiere en función de las necesidades y decisiones
de cada uno.
Las pinturas
no son solo tridimensionales, según la capacidad de captación de nuestros
sentidos, recibimos también otros estímulos a los que aún no hemos sabido
calificar. De esta manera entran los sentimientos en el juego, acompañados por
sugerencias tan poco mensurables como la intuición, las corazonadas o el
deja-vu, por mencionar solo algunas ya identificadas. En tanto ese factor en
común de la raza que se presenta como conciencia colectiva, inclina sin
exigencias el resultado de nuestras elecciones en función de una deseada
evolución comunitaria.
La creencia
de que el elemento tiempo nos afecta, es una ingenuidad tan aceptada que, como
todo lo que realmente se cree, no tiene más remedio que ocurrir; y ocurre. Más
aún, siendo miles de millones de individualidades las que así lo afirman.
En realidad
no existe prueba ninguna de que, tanto el cuerpo físico como la psiquis, deban
decaer con el supuesto paso del tren. Cierto es que disponemos de una
experiencia, a la que llamamos vida, y que por ser solo una de tantas, debe ser
finita. No obstante, debidamente concluida esta, y en buen uso de nuestra
conciencia, bien podríamos volver a ese punto desde el que hemos venido a
realizarla, sin dolores, temores, enfermedades ni decadencia.
Por tanto,
no es el inexistente tiempo el que nos mata, nosotros arruinamos nuestras
herramientas, creyéndolo. Cuando “nos vamos”es porque ha concluido, por el
momento, nuestro papel en la obra de la vida.
Es la
estructura de un pensar condicionado, que nos precipita al abismo del fatalismo
previsto en su recorrido de tour turístico para nuestro destino de incautos
viajeros de lo conocido, y olvidado, es dejada sobre el suelo de esta
“realidad” por aquellos que, valorando la creación, y a sí mismos como partes
de ella, eligen observar la verdad que los rodea, quitando la vista de la
proyección con que el paso de las ventanillas distrae a sus semejantes.
Estas
personas, sencillamente dejan de pensar según las normas previstas para el
estado de “normalidad” y se dedican a trascender la apariencia que surge
espontánea de su uso.
Cuando aprendamos que lo común no es lo
real, que la suma de creencias no es garantía de autenticidad, recién allí
dejaremos de entretenernos con figuritas multicolores para sumergirnos en la
majestuosa totalidad de la vida. Amplitud en la que sabremos que ese temido y
tiránico tiempo es solo la pantalla de bruma sobre la que se proyecta la
ilusión que debemos apreciar.
Filemón Solo
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