Juan busca,
cree encontrar, se comporta en consecuencia a ese hallazgo. Solo para luego
notar que es otro de esos amplios luminosos caminos que, a poco, se van
angostando, muriendo en sendero dentro de un monte tupido y seco.
En
el lapso que media entre cada conato de hallazgo, Juan se pregunta y se
cuestiona. Trata de frente con las causas que imagina posibles motivos para su
última frustración. Reflexiona, diseña culpas propias y ajenas en la búsqueda
del talle que les calce.
Juan
se decepciona. No hay respuestas para los que todavía no lo han logrado.
Sabe
que solo es cuestión de tiempo, solo algún tiempo. El necesario, quizá menos
que eso, para emprenderla nuevamente en seguimiento del mismo, u otro, pájaro
de esperanzados colores que, destaque sobre lo opaco de su cielo.
Él
sabe que solo es cuestión de tiempo, solo algún tiempo. Sí el necesario. Que
bien puede ser en hora cercana o, Dios no lo permita, dentro de un milenio. En
algún minuto del infinito, próximo o impensadamente lejano.
Una
sola, solo una, la primera llave, luego ya habrá descubierto el acertijo que le
brindará la posibilidad de continuar los éxitos; en forma ininterrumpida y con
el mismo resultado. ¡Qué así sea!
Solo
se aprende una sola vez a volar. Se sigue, que cada uno descenderá en cada
etapa que le cuadre, o seguirá sin tocar el piso, según lo permita el aire de
sus pulmones.
El
final del camino se encuentra exactamente allí donde se satisface el deseo.
Luego
ya no hay retorno. Aunque un fuerte granizo, helado de desatino, le destruya a
uno las alas precipitándolo hacia donde será lo que deba, se torcerá el cuello
en postergado intento de remontar nuevamente. Algún día.
Bueno,
lo cierto es que Juan sabe muchas cosas que resultan ser: ¡ninguna!. A juzgar
por los resultados.
No
son resultados, se dice Juan, solo intentos no logrados. Bien pudiera ser que
el hastío sea el velo que emboza lo que se debe ignorar. ¿Y si el día de
mañana, quizá pasado, fuera aquel tan anhelado?
Y
el día llegó, no como él lo hubiera imaginado, pero llegó.
Juan
partió. Jamás se lo vio flotando sobre los campos floridos, ni siguiendo el
neurótico vuelo de algún picaflor.
Juan
ya no estaba en su mesa de café frente a la plaza. Nunca se supo que deambulara
por las antiguas callecitas de su soñado –solo soñado- pueblo de Toledo, ni por
los altos senderos de Las Rocallosas, donde jamás estuvo. Solo, y
sencillamente, desapareció en su apariencia.
Pero,
claro, es sabido los ojos no son el mejor medio para observar las almas.
Filemón Solo
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