No fue ese el peor día que hubiera
tenido. Bien pudo haber pasado algo especial, pero nada que yo recuerde que
justificara su aparición en esos momentos. Bueno, lo cierto es que allí estaba,
parado frente a la reja de la entrada y en espera de mi presencia.
Nunca
tocó ni se hizo notar de forma alguna, pero yo sabía que allí estaba. Sonreía
ligeramente y algo en él me recordó a mi padre. Tal vez por los detalles de su
impecable vestimenta, más cercana en su aspecto a la moda de los setenta que a
ese presente de quince años después. Me quedé observándolo y aguardando
escucharlo, que dijera algo. Pero, ¿qué podía decir?
Si
bien yo, no muy claramente, ambos conocíamos el motivo que lo traía a mi casa
en ese sábado por la tarde. Como respondiendo a un reflejo automático, le
franqueé la entrada e ingresó lentamente al jardín del frente. Se detuvo unos
instantes a admirar las rosas, con gran habilidad acomodó las espinosas ramas
sin sufrir daño alguno, según un orden que, para ese entonces, yo ignoraba. Al terminar
observó cada pormenor del entorno, sonrío nuevamente y pasó, sin aguardar
sugerencia de mi parte, al interior de la vivienda. Allí, sentado sobre una
silla del comedor de diario, volvió a su actividad de contemplarlo todo.
Guardando absoluto silencio, me acomodé frente a él y esperé.
-¿Qué
haces ahí sentado papá?- Me sobresaltó la voz de uno de mis hijos que salía
hacia la calle. -¿Te encuentras bien?- volvió a preguntar. Lo tranquilicé sobre
mi estado, y siguió su camino sin creer totalmente en lo escuchado mientras
murmuraba – ¡Es muy raro verte a vos sentado, solo, y sin hacer nada!-.
Yo
había propiciado este encuentro, es más, lo había invocado, y ahora estaba
confuso ante una respuesta que, en el fondo de mi mente, no creía posible.
Recuerdo haber objetado lo real de la situación con la indiscutible
argumentación de que con solo un poco de inseguridad de mi parte el visitante
jamás se presentaría, pero lo cierto es que allí lo tenía. Lo que nunca se me
hubiera ocurrido suponer es que la contestación llegaría en la figura de un
anciano parecido a mi padre.
Lo
miré fijamente durante unos minutos tratando de comprender que esperaba que yo
hiciera. Él, sumamente tranquilo, se mantenía callado y sonriente. Con esa
actitud en nada me ayudaba, así nunca lograría saber sobre el próximo paso a
seguir, ese que se suponía debía dar para entablar una comunicación. Después de
todo, si se había molestado en venir a verme, era para que departiéramos sobre
el motivo de mi llamada.
Cuando
iba a cometer la torpeza de hacerle una pregunta de circunstancias, me llegó
claramente la idea de que todos los cuestionamientos ya estaban planteados, que
mi silente interlocutor me entregaría las respuestas cuando lo creyera
oportuno. Sin más me levanté para continuar con las interrumpidas labores de
jardinería de los días sábado. Según lo presumí, él me siguió hasta el fondo de
la casa donde, a medio podar, se encontraba la vieja higuera.
-Este
árbol ha cumplido ya sesenta y siete años- digo, -durante ellos debió soportar
muchas agresiones como esta y se encuentra muy dolido por lo que estás
haciendo. ¿Es que no ves las huellas de anteriores mutilaciones? Déjalo ser
según su forma-.
Su
voz me sonaba muy conocida y la sorpresa me paralizó. Sin tomarme el tiempo
para reflexionar pretendí argumentar a favor de la necesidad de la poda. Pero
no volvería a cometer ese error, él tenía la verdad y sabía de la futilidad de
mi réplica.
-Sus
frutos, esos que son el motivo por el que fue aquí plantada, una vez caídos
ensucian el lugar y nadie disfruta de ellos- dijo mirándome a los ojos -. La
planta se ve hoy atrofiada por cumplir fielmente con la entrega que responde a
su esencia- No había reproche ni enojo en su tono, sino cierta intimidad de
quien reitera lo obvio a alguien de su afecto. –Ya deberías saber que los
frutales no son todos iguales, y que solo algunos de ellos necesitan ser
podados-, agregando reflexivamente -talcomo el impropio crecimiento de ciertos
hombres-. Se acomodó luego en una de las sillas del jardín y volvió al silencio.
Mientras
seccionaba las ramas cortadas para su destino de quema dentro del asador,
recordé el disgusto que me producían las intimaciones de mi esposa para que
podara esa higuera que “apestaba con sus frutos caídos”. Yo amaba a ese árbol y
nunca había aceptado de buen grado ese trabajo de cirujano de la vida, pero
cada año cumplía con el mandato.
Terminado
el trabajo, espontáneamente, me senté sobre el césped junto a la silla de mi
visitante. Esta actitud de discípulo ubicado a los pies de su maestro, quizá
fuera la reiteración de alguna vieja práctica perdida en el olvido, pero me
trajo una respuesta sobre la cual cavilar; tal vez algo con que mitigar esa
crónica congoja que deambulaba por mi alma.
-Es
solo nostalgia- respondió con naturalidad el visitante a la pregunta que nunca
le fue hecha, al mismo momento en que mi mujer se acercara para despedirse, ya
que partía de visita a casa de su madre. Tras un rápido beso me pidió que,
“luego del descanso que me estaba tomando”, reemprendiera la tarea con la
higuera, para que el próximo verano “esa cosa” nos dejara disfrutar del jardín.
Sin
comentarios sobre la interrupción, el visitante continuó. –Nostalgia de otros
tiempos y lugares- dijo, -A eso se debe tu tristeza. Siempre la has tenido, y
de ti depende el superarla- y tocándome la cabeza, como se hace con un niño,
acotó –Hay quienes se han percatado de su papel de extranjeros en este mundo de
lo pequeño, aunque no comprendan los detalles-.
El
golpe me dio de lleno, siempre me había sentido representando un puntual papel
que no se correspondía con la improvisación que la vida me sugería. Confuso y
necesitado de mayor información lo miré en busca de auxilio. Haciendo un gesto
con los dedos me complació.
–Mira
hijo, todo es cuestión de porcentajes. Claro que podrás tener un amor. Un
pequeño amor. Así una pequeña ternura, algunos pequeños poderes, y pequeñas
capacidades. Ocurre que tú que, como otros muchos, recuerdas el sabor de
mayores porciones, padeces de añoranzas. Aún, y pese a no saber donde y cuando te
fueron servidas, sientes su falta; es ahí donde te has quedado, olvidando ver
tu presente-.
Juntando
valor, tomé la decisión y rompí las reglas. -¿Podrías tú ayudarme evitándome
este permanente desánimo?-. La respuesta no se hizo esperar, vino rápida, pero
suave y llena de amor –Este es momento de entrega, no cortes tus ramas solo
porque hoy no des valor a sus frutos. Te daré un consejo: coséchalos antes de
que caigan al suelo, y ten por seguro que habrá quien guste de ellos-.
-Pero,
¿como es eso?, me dices que partió sin agregar nada más. ¿Solo para eso vino?
¿Y la puerta?, ¡tú no le abriste la puerta para que se marchara!-.
Con
el tiempo he comprendido que a la generalidad de las personas no les interesa
escuchar historias ajenas sino, por el contrario, poder descargar el peso, o
mérito, de las propias. Ese entendimiento me ha hecho algo introspectivo y poco
propenso a hablar de mí mismo. “Mudo”, solía decir mi mujer, cuando aún lo era.
Pero esta niña demostraba tanto interés por el pasado de su abuelo, que me
sentí obligado a levantar el encierro y permitir que volara hacia ella algún
que otro recuerdo.
-No
mi amor, no fue necesario que abriera puerta alguna, y en cuanto a lo que dijo…,
bueno, eso fue todo lo que yo necesitaba saber en ese momento-.
-¿Y
las ropas abuelo?, ¿Porqué se habría vestido de “antiguo”, sería para parecerse
a tu papá?-.
-Eres
muy inteligente hijita. La apariencia no solo puede abrir puertas, también
corazones-.
-¿Alguna
vez supiste quien era?-.
-Sí,
lo supe, pero muchos años después-.
El
creciente interés de la criatura la torna inquieta y ansiosa. -¿Quién, quien te
lo dijo?-
-Nadie
me lo dijo. No hace mucho comprendí que para ese tiempo del que estamos
hablando, estaba yo necesitado de un buen consejo. De no haberlo tenido, el
futuro hubiera sido muy distinto, y no solo para mí.
-Pero
abuelo, tu tuviste quien te aconsejara.
-Si
cariño, y también fue un gran gusto volver a ver esa vieja higuera tal y como
era antes de que tu abuela la hiciera talar luego de mi partida.
Filemón Solo
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