jueves, 8 de marzo de 2012

EL RESPLANDOR DE UN ALA



¡Gracias Héctor por la hermosa colaboración!
Ocurrió una vez…
Bajaba del subte, como todas las mañanas,
viajando mal, apretado, con calor humano,
con esa turbulencia de encierro que genera el subte,
en ese ir y venir de gente que es imposible
saber que piensa, y si piensa…
Salí en la estación Castro Barros de la línea A,
pensando sólo en qué operación inmobiliaria, (mi trabajo),
estaría esperándome. Una forma de generarme algo de inquietud
para un día martes, ¡con lo que significa martes!
Subí las escaleras, y al salir vi a tres chicos,
dos varones y una nena,  sentados en el umbral de un negocio,
comiendo  pan, que, generosamente…? una panadería importante,
seguro, por pedido del niño más grande, que no llegaría a los 10 años
 les había dado.
Estoy acostumbrado a ver esto, en un país que
no logra salir de su mediocridad a pesar de los años, pero no sé
porqué circunstancia, quizá porque tengo dos nietos, que pensé
en la edad de esos chicos, tendrían 10, 8 y 5 años, y me dio una
rara sensación que no se llama lástima - porque para mí esa
es una palabra sin fondo-,  sino la emoción de hacer algo. Me acerqué
fijándome que no hubiera algún mayor que aprovechara
la ocasión para apilarse, y les pregunté si querían tomar
 un vaso de leche fría, ya que el calor comenzaba a sentirse.
Asintieron rápidamente, y el mas chiquito me agregó “y una galletita”
Fue un golpe, los llevé a un quiosco de esos que tienen unas máquinas
que con varios tipos de café, tomé un vaso grande para cada uno,
los llené de leche, y les agregué un alfajor  triple a cada uno.
Eran muy educaditos, los más grandes me agradecieron, y el mas chiquito,
extendió su mano, y me dio un muñequito que tenía como alas,
tipo angelito de torta, pero con una de ellas rota. – “para vos”, me dijo –
y sin más, se fueron muy conformes.
Quedé satisfecho, miré el muñeco, y lo puse en el bolsillo del saco.

Tuvimos un día movido en la oficina, llamados, consultas,
visitas al edificio a estrenar, y, faltando poco para irnos, me indica
la recepcionista, que una señora joven preguntaba por mí.
Me acerqué a la puerta y la vi, estaba en una silla de ruedas. Corrí los
sillones  de mi escritorio para darle lugar, y me dijo – “¡No!, que ella
se pasaba a los mismos porque eran más cómodos”-. Me propuse ayudarla,
pero en un instante estaba sentada frente a mí. Me sorprendió, solo
me percaté, disimuladamente, que no tenía pies. La escuché con la mayor atención,
y  ante mi clásica pregunta: ¿en qué puedo ayudarla?, me respondió: que en nada,
solo venía a agradecerme en nombre otra persona, además agregó -“quiero
dejarle este pequeño presente”-, en tanto me entregaba
una cajita de terciopelo blanco, cosa que nunca había visto.
Intenté abrirla, y ante mi asombro, me pidió que no lo haga
sino hasta que ella se hubiese retirado. Así pasó rápidamente del sillón
a la silla de ruedas. Me levanté, y le expresé que mi intención
era ayudarle pues  había notado su falta de pies... Me miró, se sonrió,
enfiló para la puerta, y en voz baja y suave, me dijo
-“No se necesitan pies para volar….-”. La saludé, giré hacia mi escritorio,
mientras la recepcionista sostenía la puerta. Abrí la cajita que
tenía en la mano, y para mi sorpresa tenía un ala rota, ¡solo un ala rota….!
Busqué el muñequito del chico de la leche, y, raramente: ¡coincidía perfectamente!
Corrí, salí a la calle para verla, pero ya no estaba. Pregunté
al  verdulero de al lado, al “trapito” de la cuadra, que siempre
esta  frente a nuestra oficina, al encargado de enfrente, y nada...
Nadie supo decirme nada.
Solo vieron, coincidentemente, un resplandor, como un relámpago,
¡Pero el cielo estaba despejado…!
                                                                     Héctor Julián
 

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